Siempre me hacía bromas, era su pasatiempo favorito. Tenía yo diez años y el quince. No me gustaba Halloween y esa noche salíamos con todos nuestros amigos a la calle. Yo era una niña muy miedosa e insegura y Joaquín se aprovechaba. A mi hermano le encantaba asustarme en la mitad de la noche con fantasmas, calaveras, ratas muertas y toda suerte de elementos que pudiera conseguir. Por ello mi sueño se había vuelto intranquilo e inquieto. Mis padres me tenían prohibido cerrar mi habitación con llave, nunca entendí por qué y nadie se molestó nunca en explicarlo. Mis gritos atravesaban la noche, como puñales lanzados al vacío cuando en la madrugada mi hermano ingresaba sigilosamente a mi cuarto. A todos les causaban gracia mis temores, menos a mi claro está. En algunas ocasiones hasta había empezado a tartamudear, haciendo las delicias de Joaquín que tenía otro motivo más para burlarse.
Ese 31 de octubre, especialmente oscuro, pareciera que la naturaleza hubiera confabulado en mi contra. La muerte, los muertos, los cadáveres, los espíritus me aterrorizaban, no podía entender que la gente celebrara algo así.
En mi casa prendieron las velas por mis abuelos, encendieron el hogar e inmediatamente después de cenar salimos a buscar a nuestros amigos. Eramos un grupo numeroso, siendo yo la más pequeña y por lo mismo, un blanco fácil para las bromas. No entendia la crueldad de la gente, se divertian a causa de mi terror, y Joaquin era en gran parte el artífice de eso.
En la absoluta oscuridad caminamos por el bosque que rodeaba nuestra casa. Todos hablaban y reian. No imaginé que habían planeado dejarme sola en cuanto tuvieran la oportunidad. Cuando me di cuenta era demasiado tarde. Tal vez estuvieran cerca, espiándome sin hacer ruido. No lo sabía, no podía ver nada. Caminaba a tientas, con las manos extendidas hacia adelante para no chocarme con nada. De pronto algo me rozó, una tela aspera y un olor nauseabundo trepó por mis fosas nasales. Un grito espantoso se escuchó en la negrura. Era mi grito. Unos brazos me alzaron llevandome casi al vuelo. De pronto el olor se tornó más intenso aún, era lo único que podía percibir. No sé cuánto tiempo pasó hasta que llegamos a un lugar que parecia una cueva, telas de araña se veian en cada espacio libre. Una música muy suave se escuchaba de fondo. Una mujer muy alta, vestida de blanco, pálida y ojerosa se me acercó. No tenia idea de donde estaba, pero por primera vez en mucho tiempo no sentí miedo. Todo lo contrario, me sentía casi feliz, un sentimiento desconocido para mi. Me acarició la cabeza y me sonrió. Su sonrisa iluminó todo el lugar, a pesar de su fealdad. Seguía escuchando esa música envolvente, hasta creo que solo yo la escuchaba, dentro mío. Otras personas fueron apareciendo, venian a saludarme. Al parecer era una celebridad. Había logrado traspasar la fina línea que separa el mundo de los muertos y los vivos, me tomó unos instantes comprender que estaba rodeada de ánimas. Todos los muertos me miraban con dulzura, me tocaban, me sonreian. ¡Y no tenía miedo! ¡Era increíble! El lugar se veia tenebroso, las personas eran grises, emanaban un olor penetrante, ácido...El cansancio y la emoción de todo el día estaban empezando a hacer efecto. Me quedé dormida en el regazo de la mujer alta, que me acunaba como un bebé.
Un ruido metálico me despertó, estaba en un lugar desconocido y extraño, el perfume nauseabundo habia desaparecido...
Alguien me acariciaba el brazo, miré y vi a mi mamá que lloraba a mi lado. Más allá lo vi a mi papá hablando con un hombre. Y sentado en el piso vi a mi hermano, que sonreia, tal vez imaginando su próxima maldad.
- Mamá... En un instante estuvieron todos alrededor de mi cama, casi empujándose unos a otros.
Me miraban sin saber que decir, se los veía torpes, tal vez asustados...
No dije nada, solo sonreí enigmáticamente. Ellos nunca sabrian que estuve en el mundo de los muertos, y podía entrar a él cuando quisiera...